Si hay algo realmente smart eso debe ser el cerebro
humano. En una persona adulta el cerebro consume unos 20 vatios, lo que
representa aproximadamente un quinto de la energía disponible. Esa
carga energética es muy escasa para la cantidad de tareas
que el cerebro debe llevar a cabo pero no es una cantidad menor si se tiene en
cuenta que en un adulto de 70 kg su cerebro apenas pesa 1,3 Kg. Es decir, solo
representa un 1% del peso del cuerpo pero consume el 20% de la energía.
El cerebro lo controla todo, desde respirar, ver, oler, mantener
el ritmo cardíaco, ordenar a los órganos hacer la digestión, coordinar los
movimientos,… y así infinidad de tareas, casi todas por debajo del umbral de la
consciencia. Desde ahí a acciones mucho más complejas e incluso al pensamiento
simbólico.
Se las apaña para analizar en tiempo real el
estado interno –información endógena- y los factores del entorno –información
exógena-, con el objetivo de llevar a cabo el proceso de toma de decisiones más
óptimo (eso que ahora llamamos big data).
Y lo hace con esos pírricos 20 vatios, entre 500 y 1.000 veces menos que un pequeño secador de pelo.
Pese a ello, somos la especie que mayor consumo energético
asigna al cerebro en términos porcentuales. Sin duda, cientos de miles de años de
evolución han sabido combinar la necesidad de potencia de cálculo para hacernos inteligentes, con la obligación de tener un bajo consumo para hacernos sostenibles energéticamente como especie.
¿Y qué tiene que ver todo esto con una smart city?
Las ciudades son, como el cuerpo humano, un ente complejo
que debe responder adecuadamente ante situaciones y cambios de estado endógenos
y a la vez analizar y responder a los cambios de factores exógenos. Debe amoldarse
a diferentes situaciones del tráfico, aglomeraciones por razones diversas, a
emergencias, a la contaminación, a la meteorología y sus consecuencias,… e intentar mantener la
situación lo mejor posible para garantizar una calidad de vida adecuada a los
ciudadanos.
Muchos han visto en la ‘sensórica’ una forma limpia y
elegante de medir el mayor número posible de factores para responder de forma
(automática o no) a cada situación. Pero como todo, llevado a extremos puede
acabar siendo muy poco inteligente.
Analicemos un par de casos.
Medir la velocidad de vehículos con sensores desplegados cada 50 metros por todas las calles
A
primera vista puede parecer una buena solución para determinar si la velocidad
media de los vehículos es la adecuada o no, si se producen frecuentes congestiones,
si una calle soporta demasiado tráfico,… Pero el coste de esta medida (tanto de inversión
como sobre todo de gasto corriente posterior) para una ciudad implicaría poner decenas de miles de sensores. ¿Es sostenible?
Si volvemos al cerebro vemos que tiene aproximaciones mucho mejores y más eficientes, en definitiva más inteligentes. El cerebro humano ha aprendido a medir la
velocidad de un objeto con bastante precisión usando órganos multi-propósito que
ya existían.
La primera aproximación es la visual, comparando el objeto en
movimiento con objetos de referencia. La segunda, mucho más sofisticada, con el
oído ya que ha aprendido a interpretar el cambio de decibelios provocado por el
efecto Doppler.
Es decir, hemos aprendido a medir la velocidad de un objeto con una notable precisión sin la necesidad de ningún sensor específico. Es cierto que esta precisión no es suficiente para poner una multa de tráfico pero si lo es para todo lo que se pretendía medir (congestión, velocidades excesivas, volumen de tráfico,...). Y, por ejemplo, ya hay muchas cámaras de vídeo por las ciudades, solo falta añadirles la inteligencia.
Gestionar el riesgo de jardines de forma automática con sensores cada 25 metros de hierba.
Quienes hablan de la bondad de este sistema aducen un ahorro de agua ya que
solo se riega allí donde es necesario y solo cuando es necesario. Lo que tal
vez no se explica es el consumo energético necesario en términos globales para
mantener toda esa red de sensores (además de su coste de adquisición y
despliegue).
¿No puede hacerse exactamente lo mismo con un buen modelo
matemático que tome como base la humedad relativa del aire y los niveles de
pluviosidad pasados y previstos? Esto es, un poco de software de análisis de
modelos predictivos y la información en open data de Euskalmet puede competir razonablemente con el más complejo sistema de sensores de riego.
Seguramente, el nivel de acierto tendría entre 5 y 10 puntos porcentuales menos
pero el ahorro energético del no despliegue de sensores cada 25 metros compensaría
con creces el sobre-consumo de agua caso de producirse.
Incluso puede que una aproximación mixta con un número reducido de sensores de humedad en lugares estratégicos, combinado con la potencia predictiva de un buen modelo y la información meteorológica sea la mejor de las opciones. Desde luego, bastante mejor que llenar los jardines de sensores para obtener la información a base de fuerza bruta.
¿Acaso se está sugiriendo que no hay que desplegar redes de sensores por las ciudades?
En absoluto, nada más lejos
de eso. Simplemente, hagámoslo con cordura, analizando la información
disponible para ver si con la combinación de datos ya existentes podemos
obtener nueva información. Y si se llega a la conclusión de que es necesaria
más información despliéguense los mecanismos que permitan obtenerla. Lo segundo no debe ocurrir antes que lo primero. Esa es la
inteligencia real, la smart city real. Y es ahí donde conceptos como el big data y smart city confluyen.
Animales como los
murciélagos pueden emitir y captar ultrasonidos, incluso pueden ver la luz
ultravioleta. El humano, sin
embargo, ha potenciado y primado su capacidad
analítica, su cerebro, para compensar la falta de sensores específicos. Es
razonable pensar que si nuestro cerebro hubiera sentido la necesidad de disponer
de miles de sensores de todo tipo para hacernos más inteligentes, ahora mismo todos
llevaríamos un par de antenas WiFi en las orejas, ojos con precisión láser o un
cutis con capacidades de radar. No debemos olvidar que nuestro cerebro ‘solo’
ha tenido un tercio de millón de años de evolución para ello.
Toca diseñar la smart city con cordura porque de no hacerlo así tal vez la ciudad acabe siendo inteligente a costa de haber dejado de serlo nosotros.
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Nota: léase con el debido y obligado sentido del humor para no estirar los argumentos hasta el límite. Cualquier verdad llevada al extremo deja de ser cierta.
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